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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

Alguien Empezó a Fumar

Amador Redondo

 

     

           “Fumar o no fumar, he ahí la cuestión”

                        Mi primo, que venía siempre en vacaciones a casa, las de pascuas y las de ramos, las del calor y las de las castañas en la chimenea, solía decir eso cuando le preguntaban por su afición a fumar.

                        Luego, sonreía socarronamente, consciente de la polémica discusión que había vuelto a iniciar en casa; mi tía, porque era su hijo, y ninguna madre quiere nada malo para su hijo; mi tío, porque era su hijo, y en el fondo quería que tuviese opinión, pero echárnoslo en la cara cada vez que le preguntaban: eso no le gustaba; mi madre y mi padre, en fin, ya que era su sobrino, no podían dejar de hacer notar su preocupación y, naturalmente, participar de la de mis tíos; mi hermana, en cambio, que siempre estuvo colada por mi primo, sometía su fingida indiferencia a la admiración más tonta: esa de manitas unidas, ojos de corderita y suspiro contenido.

                        –¡Qué inteligente es! –solía decir.

                        Y mi primo volvía a sonreír y hacía mutis por el foro, en dirección a la cocina, para ir probando las salsas de mi madre, o a la entrada, para acabarse el pitillo, ya que estábamos.

                        Aquí nos dejaba, en el salón, con las manos quietas, y la boca inquieta, hablando de él y de su vicio, y del poco interés que estaba poniendo en su salud; y, por supuesto, comparándolo con todos los que seguían su costumbre y los que no, y como no podía ser de otra manera, mencionándome a mí, su primo, el que no había fumado nunca, el deportista, el chico sano.

                        Al rato volvía a entrar, y las manos volvían a moverse compulsivas, pasando las páginas de la revista, del diario; las bocas, en cambio, suspendidas en el reparo, mordían los consejos, y se transformaban poco a poco en una fina línea recta, que simulaba ser una sonrisa.

                        La verdad, no eran momentos agradables, sobre todo después de los dos ataques de mi primo, a los que él llamaba unas inofensivas anginas de pecho.

                        Esa fue la primera vez.
           
                        Cuando el verano ya empezaba a quedar atrás, localizamos una casita de campo en un pueblo de sierra. Allí fuimos todos a pasar unos días. Se apuntaron también mi abuela materna y los abuelos paternos, que ejercieron el papel de interesados desinteresados, y cada uno por separado hablaron, o intentaron hablar con él.

                        Aparte de un café largo después de cenar, una sobremesa reunida por la lluvia y un paseo por el pueblo, no hubo más oportunidad, porque los que podíamos estábamos todo el tiempo andando por ahí. Sorprendentemente, nunca perdió el paso, y aunque detectaba el habitual enrojecimiento en la piel, cuando la circulación va a una velocidad que no le pertenece, no dije nada.

                        La verdad es que nunca solía hacerlo.          

                        Y para aquella vez que llaman la definitiva, en la casa de la familia de nuestros abuelos maternos, los ánimos estaban aún más tensos, porque las interrupciones que hacía para sentarse en el porche y abrazar el humo que le salía de los pulmones eran cada vez más frecuentes. Parecía, de forma premonitoria, que estuviese apurando los cartuchos de una vida sentenciada.

                        Nunca apuré tanto esa opinión, porque como él ha conocido personas de vida sana que murieron jóvenes, y personas mayores que han bebido y fumado un porcentaje incuantificable de tabacaleras y de bodegas jerezanas. Quizá por eso nunca le dije nada.

                        El penúltimo día, cuando todos dormían la siesta, lo oí subir arriba y escuché crujir el suelo del desván.

                        Subí y lo encontré sentado en un banco, ojeando una caja llena de recuerdos, cuadernos viejos, libros antiguos y pañitos de una costura que nunca se terminó.

                        No quise molestarlo y esperé sentado cerca.

                        Lo oí llorar y me enternecí, pensando en que habría visto algún objeto entrañable, un recuerdo peregrino que se mostraba entre las decenas de cajas.

                        –¿Qué haces? –le dije.

                        Me miró, aún con los ojos mojados por el recuerdo, pero sonrió enseguida.

–Ven aquí –y me alargó con la mano un pequeño cuadro pintado–. Lo pinté yo. De niño, cuando venía aquí de vacaciones, a tu abuela le gustaba que practicase. Ya sabes que ella tenía un título de esto.

                        –Sí, lo sé —y añadí—: ¿Pintaste más?

                        –No, sólo unas pocas acuarelas. Perdí las ganas cuando murió el abuelo.

                        Se sentó sobre unos sacos que había en el rincón, y dirigió su perdida mirada hacia la luz de una ventana que había junto a él.

            Miré el cuadro que tenía entre mis manos. Era una escena de campo, una familia reunida alrededor de una mesa larga, llena de todo tipo de comidas. La perspectiva, los colores y las formas, eran propias de alguien con una mano pequeña y torpe, pero se podían ver bien todos los detalles.

                        Había un personaje que presidía la mesa, un hombre, un poco más grande en proporción al resto de personajes, que de una mano, también de cierto tamaño, salía un puro marrón, y de este un fino hilo de humo negro que ascendía hasta la parte alta del cuadro, hasta las nubes.

                        Supuse que este era el abuelo Rodrigo.

                        De su bolsillo sacó el tabaco y se encendió uno, a la vez que abría uno de los batientes de la ventana.

                        No sé por qué, pero fui consciente en aquel momento de que esa serían sus últimas caladas. Inspiró profundamente el humo y relajó todo su cuerpo, para que no quedase ni un solo centímetro en su cuerpo en notar aquella sensación.

                        Cerró los ojos, y sonrió.

 

 

Alguien empezó a fumar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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